A principios de octubre llevamos más de mes y medio de clases. Eso significa que ya nos conocemos, hemos entrado en la rutina dentro de los cuartos y las casas, nos hemos acostumbrado a la convivencia, a nuestras clases, a un ritmo de trabajo, cada uno el suyo… Se han acabado las primeras semanas en las que todo el mundo es increíblemente interesante y simpático (o por lo menos más increíblemente interesante y simpático de lo normal), el trabajo comienza a amontonarse, escasean los días de buen tiempo y el campus parece hacerse más y más pequeño hasta que nos empezamos a revolver incómodos como bestias enjauladas hartas de estar sentadas una encima de la otra, lanzándonos de vez en cuando un mordisco. Un espectáculo nada bonito.
Una nube en llamas. ¡De las que se comen, claro!
Vale, ahora mismo tengo en la cabeza la imagen de cinco hienas metidas en una jaula de cinco metros cuadrados, mordiéndose y arañándose las unas a las otras, así que quizá lo he exagerado un poco. Pero es cierto que la PBL de octubre llega como agua de mayo (toma ya refranero español, lo he buscado en google antes para asegurarme, eso sí). Las PBLs o Project Based Learning Weeks son semanas en las que en vez de ir a clase, participamos en distintos proyectos. La oferta es muy variada: tres días de yoga para los que quieran relajarse en el campus, un taller de cuentacuentos (ese grupo luego hizo un espectáculo muy bonito con cuentos de todo el mundo), seminarios sobre resolución de conflictos, mediación, entendimiento intercultural; simulaciones de las Naciones Unidas u otros juegos de rol para los apasionados de la diplomacia y el debate, una excursión a una granja o a un criadero de caballos para los interesados en la agricultura y el trabajo en el campo, y por último están las más orientadas al deporte y al ejercicio físico, que son mis favoritas. Por un lado, porque durante el resto del semestre no hago tanto deporte como me gustaría y estos últimos años me he aficionado más y más a algunos deportes al aire libre; y por otro lado, porque es una oportunidad de irme unos días del campus y no pensar en otra cosa que clavar los crampones bien en el hielo, o, como fue el caso este año, encontrar el siguiente agarre en la roca y no dejarme arrastrar por las olas.
La vista desde el acantilado que escalamos…
… y la playa desde la que nos lanzamos a las olas enfurecidas.
Este año, me fui cuatro días a escalar y surfear con el profesor de Física, Chris Hamper, y otros cinco compañeros: Andris (Latvia), Ingrid y Olve (Noruega), Fidel (Chile) y Jonah (Canadá). Salimos el lunes poco antes de mediodía, después de cargar la camioneta con tablas de surf, trajes de neopreno, cascos y arneses, cuerdas y pies de gato, agua y comida, ojeando con emoción las latas de chocolate en polvo y las bolsas de salsa de tacos pre-cocinada. Nos dirigíamos al norte: primero pasaríamos dos días y dos noches cerca de Stryn, una pequeña ciudad donde también nos quedamos durante nuestra semana de esquí el invierno pasado, durmiendo al aire debajo de un acantilado que escalaríamos durante el día, y después continuaríamos hasta Vestkap, uno de los mejores lugares para hacer surf, y nos quedaríamos en una pequeña casa rural.
Fueron unos días maravillosos, tan llenos de momentos divertidos, «koselig», intensos, satisfactorios, tantos paisajes preciosos, tanto viento y buena comida, que no sé por dónde empezar…
No fueron más que cinco segundo se sol, en serio, y hacía un frío que pelaba, pero me imagino que había que aprovechar.
El sitio donde estuvimos escalando me encantó. Había que subir una cuestecilla entre árboles y arbustos para llegar al acantilado, lo que daba una sensación de protección y de distancia a la carretera que se agradeció sobre todo al dormir, pero las ramas no nos quitaban la vista al fiordo y a las montañas de la orilla de enfrente, y cuando subíamos por la roca, podíamos darnos la vuelta de vez en cuando y observar al granjero que vivía justo al otro lado de la carretera conducir su pequeño tractor por los campos de cultivo. Tuvimos algunos momentos de sol y poca lluvia, lo que hizo nuestra estadía aún más agradable. Disfruté muchísimo volver a escalar algo que no fueran las pequeñas paredes equipadas con presas que tenemos en el colegio, y fue interesante probar otro tipo de roca. En Recuevas y en Gama, que es a lo que estoy acostumbrada, los agarres son más pequeños y se trata de colocar bien los pies, pegarse a la roca, encontrar el equilibrio… Este acantilado tenía grandes salientes y grietas, muy buenos agarres, pero a la vez muchas tripas que superar. Tenía que usar más la fuerza y no era tan fluido, ya que hacía grandes esfuerzos y una vez superado el paso, descansaba un momento los brazos. Era otra forma de considerar una vía de escalada. Si tuviera que elegir, creo que prefiero las vías en las que el esfuerzo es constante, donde puedes encadenar y subir muchos metros sin parar, pero este acantilado también me gustó un montón – era más alto que la mayoría de las paredes que he escalado hasta ahora, y de algunos pasos estoy bastante orgullosa, especialmente del momento en el que superé un saliente de esos que hace medio año miraba y pensaba «eso tiene que ser imposible». Intenté subirla varias veces sin conseguirlo, ya cansada de otras subidas, pero no quería bajar sin intentarlo. Estaba cada vez más frustrada, hasta el punto de morderme el labio y hacerme sangre (jo, que orgullosa estoy de mí misma…), pero después de no-sé-cuántos intentos, simplemente me dije «bueno, ahora lo haces», y «ataqué la roca» casi literalmente con uñas y dientes. Pegué un grito y estaba arriba – casi se me saltaron las lágrimas de alegría y orgullo. No porque pensara que el paso fuera muy difícil para un escalador, probablemente cualquiera con un poco más de fuerza en los brazos lo haría con relativa facilidad, sino porque sentí que realmente me había superado a mí misma.
¡Buenos días! – Lo primero que vimos después de una noche emocionante.
Ohhh…
¡qué alto!
Yuhuuuu
Anochecía ya bastante pronto, y alrededor de las seis empezábamos a preparar la cena. Había que bajar a la furgoneta y decidir qué paquete sacrificar de la caja de víveres, encender el fuego y cocinar lo que sea que habíamos elegido sobre una parrilla improvisada. Fueron perritos calientes y hamburguesas que devorábamos con hambre después de sobrevivir el día sólo con agua y bocadillos de queso. Bajábamos todos los días al centro comercial de Stryn, donde usábamos el baño, y en uno de esos viajes aprovechamos para comprar cebolla frita, ketchup y mostaza, así que los perritos calientes no estaban nada mal. De postre tuvimos también nubes semiderretidas y tostadas sobre el fuego – una delicia. Todo sabe el doble de bien si se come al aire libre, alrededor de un fuego, satisfecha con el día y contigo mismo, y en buena compañía… Nos íbamos a la cama bastante pronto. Total, no había nada más que hacer, y se estaba más calentito en el saco de dormir que fuera de él. El acantilado cubría lo justo para que no nos mojáramos con la lluvia, pero nos dejaba ver las estrellas cuando no estaba nublado, y así nos quedábamos mirando hacia arriba y hablando en susurros hasta dormirnos. Dormí genial, a mí me encanta lo de dormir fuera y despertarme sin alarma, con la luz y los sonidos de la mañana, aunque tengo que reconocer que la primera noche fue bastante emocionante. Justo cuando me estaba durmiendo, comenzó de repente un viento muy fuerte que revolvía la arena sobre la que dormíamos y arrastró las brasas que quedaban en e fuego, que comenzaron a volar alrededor de nosotros. Cuando nos levantamos a tratar de apagarlas, las colchonetas salieron volando. Al final sólo nos movimos un poco más hacia la pared del acantilado, nos apretujamos sobre las colchonetas que nos quedaban y lo dejamos todo para la mañana siguiente. Encontramos una colchoneta en un arbusto, una bolsa en un árbol un poco más allá y no perdimos nada importante, por suerte.
SOL
Paisaje rural desde arriba.
El miércoles por la mañana volvimos a meter todo en la furgoneta y emprendimos el viaje al Vestkapp. El viaje no se me hizo largo. El paisaje noruego es precioso, y disfruté del viento – en Flekke casi nunca hace viento. Además nos acompañaba Radio Norge, una emisora de radio que pone sólo clásicos: Bob Marley, Bob Dylan, Metallica, Guns’n’Roses, Pink Floyd, The Hooters… Bastante épico.
Un poco de nuestra banda sonora…
La cabaña en la que nos quedamos era encantadora. Desde ella se podía ver las montañas y un lago, tenía dos habitaciones, baño, un espacio diáfano que servía de cocina, comedor y sala de estar a la vez, con sofá y una televisión que ignoramos todos, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo. Desde ese espacio se subía una escalera in tanto inestable para llegar a una especie de balcón interior, directamente debajo del tejado, con otras cuatro colchonetas. Por supuesto, subí mi mochila enseguida y la puse con decisión sobre una de las colchonetas – no quería dormir en ningún otro sitio que no fuera ése. Me dormía con el sonido de la lluvia golpeando el tejado y a veces me despertaba por la noche porque el viento se había hecho más fuerte, y entonces cerraba la ventana y me quedaba escuchando…
Un cementerio precioso, aunque situado en un lugar un tanto macabro, justo encima de una de las playas de surf.
Durante la segunda mitad de la semana, el tiempo no acompañó tanto. Llovía, hacía mucho viento y las olas eran bastante fuertes y de alguna forma desordenadas. Era impresionante verlo, pero para hacer surf no eran las mejores condiciones, sobre todo para principiantes. Nos metimos en el agua el miércoles por la tarde y el jueves por la mañana (qué tortura ponerse el equipo, la camiseta interior, el traje de neopreno, botas y guantes y una capucha, especialmente cuando está mojado). No conseguí levantarme sobre la tabla más que unos segundos, pero la sensación cuando pillas bien la ola y sientes el tirón debajo de ti es genial, como si estuvieras volando, aunque estés tumbado o de rodillas. Una vez salí demasiado, y me vi atrapada en las olas. Venían tan seguidas que no tenía tiempo para pillar una y dejar que me arrastrara a la playa, y lo que avanzaba remando con los brazos lo retrocedía con la corriente. Al final logré llegar a la playa, usando toda la fuerza disponible, pero pasé bastante miedo.
Esta es la carretera que teníamos que bajar y subir cada vez que íbamos a surfear. ¿Quizá el cementerio era más por esto que por el surf en sí?
Volvíamos a la casa completamente exhaustos. Por suerte a Chris le gusta cocinar, y lo hacía tan rápido y bien y rechazando toda ayuda que era casi imposible echarle una mano. Acabábamos el día acurrucados en el sofá, leyendo Siddharta unos, un libro de economía el otro y mi colección de cuentos noruegos yo. La cena estaba deliciosa, y después casi no me podía mover, disfrutando de esa combinación maravillosa de cansancio físico, una ducha caliente, el estómago lleno y un cojín mullido en la espalda. Madre mía, la vida es un continuo sufrimiento, ¿eh?
El jueves por la tarde fuimos a la playa a echar un vistazo, y la visión de las olas rompiendo en la playa y el recuerdo de la sensación del neopreno mojado nos disuadió de volver a meternos en el agua. Pero como habíamos pasado algunas horas dormitando en la casa después de almorzar, no me apetecía volver enseguida, y decidí caminar los tres kilómetros de vuelta a la casa en vez de ir en coche. Se sumó primero Andris y acabó con Chris conduciendo solo…
Vestkapp
Realmente se notaba que estábamos más al norte que en Flekke. Las montañas no estaban cubiertas de árboles como lo están aquí, sino sólo de hierba y algunos arbustos desperdigados, y el paisaje parecía más expuesto, de alguna manera desgastado por el viento. Decenas de torrentes bajaban las montañas para desembocar en el fiordo a un lado o al otro y asemejaban venas o líneas dibujadas con tinta. No había muchas casas y la mayoría eran pequeñas, de una planta y se mimetizaban con los colores oscuros, viejos en los que estaba pintada la madera. Daban la impresión de agacharse para estar lo más cerca del suelo posible y evitar el empuje del viento. Creo que incluso las ovejas increíblemente lanudas que pastaban por todos los lados hacían lo mismo. Me gustó mucho la sensación de despejado en el mirador en el que paramos para «evaluar la situación», la humildad de las casas, la gama simple de colores: el blanco de las ovejas, el verde de la hierba, el gris del fiordo, las nubes y la carretera, y los tonos oscuros de las casas. Por supuesto, nos llovió, y llegamos empapados, aunque contentos.
Me tocó un grupo muy bueno: no conocía muy bien a ninguno de los primeros años, y Andris, el único segundo año que vino, es la mezcla perfecta de alguien con el que no paso mucho tiempo pero que me es familiar: fuimos a Ridderrennet juntos, estamos en las mismas clases de Biología e Historia… Me cae bien y nos conocemos lo suficiente como para que no sea incómodo ni tengamos que hablar todo el tiempo. Me di cuenta más tarde de que fuimos nosotros los que cortamos la leña para el fuego, los que subíamos y bajábamos la comida los días que pasamos en el acantilado… Creo que nos era más fácil trabajar en equipo por el hecho de haber pasado un año en el mismo sitio, trabajando de forma parecida. En resumen, tenía el espacio que necesitaba después de mes y medio de burbuja, y al mismo tiempo alguien con quien podía contar. También nos lo pasamos muy bien con Chris. Es uno de los profesores que prefiere mantener distancia con el campus y no saberlo todo acerca de nosotros, pero al mismo tiempo nos entiende bastante bien. Tiene un humor sarcástico y nuestras conversaciones sobre las leyes de la física, los agujeros negros, la seguridad social noruega y el sistema de bienestar durante la cena fueron muy interesantes y en ocasiones, cuando derivaban hacia gatos que brillan en la oscuridad y memorias de cuando nuestro colegio era mucho más relajado en cuanto a reglas, nos dolía la tripa no sólo de mantener la tensión sobre la tabla de surf, sino también de los puntuales ataques de risa.
Nosotros (de izquierda a derecha: Olve, yo, Ingrid, Chris, Andris, Jonah y Fidel) por delante…
… y por detrás.
El semestre que viene tenemos dos PBLs, que los primeros años ocuparán con el curso intensivo de primeros auxilios y el Modelo de las Naciones Unidas. Durante la primera, yo estaré impartiendo el curso, ya que soy parte del grupo de primeros auxilios del colegio, y en la segunda me he apuntado para ayudar con la logística (hacer de guarda jurado, mensajero, etc.), ya que me apetece observar la simulación desde fuera y, a decir verdad, ver cómo se desenvuelven mis primeros años… Así que mis PBLs «de verdad» se han acabado. He tenido una suerte tremenda, conseguí mi primera opción en ambas y fueron experiencias increíbles, dos de las mejores semanas de estos dos años. El año pasado fue la expedición al glaciar y esta vez, una semana de escalada y surf, y aunque fueron dos excursiones muy distintas, en las dos aprendí mucho y las disfruté al máximo. Me alegro de estar segura de eso, porque ahora que estoy en la segunda mitad de mis dos años y me asalta a veces una sensación casi de despedida o de final, sé que no tengo una segunda oportunidad para mejorar o corregir… Esto es lo que hay, y estoy satisfecha con lo que he hecho.
Hoy es domingo. Ayer volvieron casi todos los viajantes. Gray me trajo chocolate Ritter Sport de Berlín; Mette, Mia y Kris tenían algunas buenas historias que contarme de Praga… Quien ha venido también es el invierno, con su habilidad de helarme la nariz en los dos minutos que tardo de la kantina a Denmark House y su manía de convertir las cuestas del campus en toboganes mortales, casi imposibles de superar. Con la primera helada nos damos cuenta de que todos los años empezamos de cero el apredizaje de mantener el equilibrio sobre él. Mañana comienzan las clases, y no tengo nada de ganas. Pero bueno, hoy Wiktoria y yo nos hemos dado cuenta de que teníamos que abrir cuatro puertecitas del calendario de adviento porque se nos ha pasado la fecha, y sólo quedan tres semanas y media para las vacaciones, endulzadas por el trozo de chocolate que nos toca cada mañana…
*P.S.: Algunas fotos son de Andris e Ingrid – ¡Muchas gracias!