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five hundred miles away from home

13 Nov

A principios de octubre llevamos más de mes y medio de clases. Eso significa que ya nos conocemos, hemos entrado en la rutina dentro de los cuartos y las casas, nos hemos acostumbrado a la convivencia, a nuestras clases, a un ritmo de trabajo, cada uno el suyo… Se han acabado las primeras semanas en las que todo el mundo es increíblemente interesante y simpático (o por lo menos más increíblemente interesante y simpático de lo normal), el trabajo comienza a amontonarse, escasean los días de buen tiempo y el campus parece hacerse más y más pequeño hasta que nos empezamos a revolver incómodos como bestias enjauladas hartas de estar sentadas una encima de la otra, lanzándonos de vez en cuando un mordisco. Un espectáculo nada bonito.

 Una nube en llamas. ¡De las que se comen, claro!

Vale, ahora mismo tengo en la cabeza la imagen de cinco hienas metidas en una jaula de cinco metros cuadrados, mordiéndose y arañándose las unas a las otras, así que quizá lo he exagerado un poco. Pero es cierto que la PBL de octubre llega como agua de mayo (toma ya refranero español, lo he buscado en google antes para asegurarme, eso sí). Las PBLs o Project Based Learning Weeks son semanas en las que en vez de ir a clase, participamos en distintos proyectos. La oferta es muy variada: tres días de yoga para los que quieran relajarse en el campus, un taller de cuentacuentos (ese grupo luego hizo un espectáculo muy bonito con cuentos de todo el mundo), seminarios sobre resolución de conflictos, mediación, entendimiento intercultural; simulaciones de las Naciones Unidas u otros juegos de rol para los apasionados de la diplomacia y el debate, una excursión a una granja o a un criadero de caballos para los interesados en la agricultura y el trabajo en el campo, y por último están las más orientadas al deporte y al ejercicio físico, que son mis favoritas. Por un lado, porque durante el resto del semestre no hago tanto deporte como me gustaría y estos últimos años me he aficionado más y más a algunos deportes al aire libre; y por otro lado, porque es una oportunidad de irme unos días del campus y no pensar en otra cosa que clavar los crampones bien en el hielo, o, como fue el caso este año, encontrar el siguiente agarre en la roca y no dejarme arrastrar por las olas.

 

La vista desde el acantilado que escalamos…

… y la playa desde la que nos lanzamos a las olas enfurecidas.

Este año, me fui cuatro días a escalar y surfear con el profesor de Física, Chris Hamper, y otros cinco compañeros: Andris (Latvia), Ingrid y Olve (Noruega), Fidel (Chile) y Jonah (Canadá). Salimos el lunes poco antes de mediodía, después de cargar la camioneta con tablas de surf, trajes de neopreno, cascos y arneses, cuerdas y pies de gato, agua y comida, ojeando con emoción las latas de chocolate en polvo y las bolsas de salsa de tacos pre-cocinada. Nos dirigíamos al norte: primero pasaríamos dos días y dos noches cerca de Stryn, una pequeña ciudad donde también nos quedamos durante nuestra semana de esquí el invierno pasado, durmiendo al aire debajo de un acantilado que escalaríamos durante el día, y después continuaríamos hasta Vestkap, uno de los mejores lugares para hacer surf, y nos quedaríamos en una pequeña casa rural.

Fueron unos días maravillosos, tan llenos de momentos divertidos, «koselig», intensos, satisfactorios, tantos paisajes preciosos, tanto viento y buena comida, que no sé por dónde empezar…

 

No fueron más que cinco segundo se sol, en serio, y hacía un frío que pelaba, pero me imagino que había que aprovechar.

Ingrid estimulando sus ideas.

El sitio donde estuvimos escalando me encantó. Había que subir una cuestecilla entre árboles y arbustos para llegar al acantilado, lo que daba una sensación de protección y de distancia a la carretera que se agradeció sobre todo al dormir, pero las ramas no nos quitaban la vista al fiordo y a las montañas de la orilla de enfrente, y cuando subíamos por la roca, podíamos darnos la vuelta de vez en cuando y observar al granjero que vivía justo al otro lado de la carretera conducir su pequeño tractor por los campos de cultivo. Tuvimos algunos momentos de sol y poca lluvia, lo que hizo nuestra estadía aún más agradable. Disfruté muchísimo volver a escalar algo que no fueran las pequeñas paredes equipadas con presas que tenemos en el colegio, y fue interesante probar otro tipo de roca. En Recuevas y en Gama, que es a lo que estoy acostumbrada, los agarres son más pequeños y se trata de colocar bien los pies, pegarse a la roca, encontrar el equilibrio… Este acantilado tenía grandes salientes y grietas, muy buenos agarres, pero a la vez muchas tripas que superar. Tenía que usar más la fuerza y no era tan fluido, ya que hacía grandes esfuerzos y una vez superado el paso, descansaba un momento los brazos. Era otra forma de considerar una vía de escalada. Si tuviera que elegir, creo que prefiero las vías en las que el esfuerzo es constante, donde puedes encadenar y subir muchos metros sin parar, pero este acantilado también me gustó un montón – era más alto que la mayoría de las paredes que he escalado hasta ahora, y de algunos pasos estoy bastante orgullosa, especialmente del momento en el que superé un saliente de esos que hace medio año miraba y pensaba «eso tiene que ser imposible». Intenté subirla varias veces sin conseguirlo, ya cansada de otras subidas, pero no quería bajar sin intentarlo. Estaba cada vez más frustrada, hasta el punto de morderme el labio y hacerme sangre (jo, que orgullosa estoy de mí misma…), pero después de no-sé-cuántos intentos, simplemente me dije «bueno, ahora lo haces», y «ataqué la roca» casi literalmente con uñas y dientes. Pegué un grito y estaba arriba – casi se me saltaron las lágrimas de alegría y orgullo. No porque pensara que el paso fuera muy difícil para un escalador, probablemente cualquiera con un poco más de fuerza en los brazos lo haría con relativa facilidad, sino porque sentí que realmente me había superado a mí misma.

¡Buenos días! – Lo primero que vimos después de una noche emocionante.

 

Ohhh…

¡qué alto!

Yuhuuuu

Anochecía ya bastante pronto, y alrededor de las seis empezábamos a preparar la cena. Había que bajar a la furgoneta y decidir qué paquete sacrificar de la caja de víveres, encender el fuego y cocinar lo que sea que habíamos elegido sobre una parrilla improvisada. Fueron perritos calientes y hamburguesas que devorábamos con hambre después de sobrevivir el día sólo con agua y bocadillos de queso. Bajábamos todos los días al centro comercial de Stryn, donde usábamos el baño, y en uno de esos viajes aprovechamos para comprar cebolla frita, ketchup y mostaza, así que los perritos calientes no estaban nada mal. De postre tuvimos también nubes semiderretidas y tostadas sobre el fuego – una delicia. Todo sabe el doble de bien si se come al aire libre, alrededor de un fuego, satisfecha con el día y contigo mismo, y en buena compañía… Nos íbamos a la cama bastante pronto. Total, no había nada más que hacer, y se estaba más calentito en el saco de dormir que fuera de él. El acantilado cubría lo justo para que no nos mojáramos con la lluvia, pero nos dejaba ver las estrellas cuando no estaba nublado, y así nos quedábamos mirando hacia arriba y hablando en susurros hasta dormirnos. Dormí genial, a mí me encanta lo de dormir fuera y despertarme sin alarma, con la luz y los sonidos de la mañana, aunque tengo que reconocer que la primera noche fue bastante emocionante. Justo cuando me estaba durmiendo, comenzó de repente un viento muy fuerte que revolvía la arena sobre la que dormíamos y arrastró las brasas que quedaban en e fuego, que comenzaron a volar alrededor de nosotros. Cuando nos levantamos a tratar de apagarlas, las colchonetas salieron volando. Al final sólo nos movimos un poco más hacia la pared del acantilado, nos apretujamos sobre las colchonetas que nos quedaban y lo dejamos todo para la mañana siguiente. Encontramos una colchoneta en un arbusto, una bolsa en un árbol un poco más allá y no perdimos nada importante, por suerte.

 

SOL

Paisaje rural desde arriba.

El miércoles por la mañana volvimos a meter todo en la furgoneta y emprendimos el viaje al Vestkapp. El viaje no se me hizo largo. El paisaje noruego es precioso, y disfruté del viento – en Flekke casi nunca hace viento. Además nos acompañaba Radio Norge, una emisora de radio que pone sólo clásicos: Bob Marley, Bob Dylan, Metallica, Guns’n’Roses, Pink Floyd, The Hooters… Bastante épico.

 

Un poco de nuestra banda sonora…

La cabaña en la que nos quedamos era encantadora. Desde ella se podía ver las montañas y un lago, tenía dos habitaciones, baño, un espacio diáfano que servía de cocina, comedor y sala de estar a la vez, con sofá y una televisión que ignoramos todos, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo. Desde ese espacio se subía una escalera in tanto inestable para llegar a una especie de balcón interior, directamente debajo del tejado, con otras cuatro colchonetas. Por supuesto, subí mi mochila enseguida y la puse con decisión sobre una de las colchonetas – no quería dormir en ningún otro sitio que no fuera ése. Me dormía con el sonido de la lluvia golpeando el tejado y a veces me despertaba por la noche porque el viento se había hecho más fuerte, y entonces cerraba la ventana y me quedaba escuchando…

 

Un cementerio precioso, aunque situado en un lugar un tanto macabro, justo encima de una de las playas de surf.

Durante la segunda mitad de la semana, el tiempo no acompañó tanto. Llovía, hacía mucho viento y las olas eran bastante fuertes y de alguna forma desordenadas. Era impresionante verlo, pero para hacer surf no eran las mejores condiciones, sobre todo para principiantes. Nos metimos en el agua el miércoles por la tarde y el jueves por la mañana (qué tortura ponerse el equipo, la camiseta interior, el traje de neopreno, botas y guantes y una capucha, especialmente cuando está mojado). No conseguí levantarme sobre la tabla más que unos segundos, pero la sensación cuando pillas bien la ola y sientes el tirón debajo de ti es genial, como si estuvieras volando, aunque estés tumbado o de rodillas. Una vez salí demasiado, y me vi atrapada en las olas. Venían tan seguidas que no tenía tiempo para pillar una y dejar que me arrastrara a la playa, y lo que avanzaba remando con los brazos lo retrocedía con la corriente. Al final logré llegar a la playa, usando toda la fuerza disponible, pero pasé bastante miedo.

Esta es la carretera que teníamos que bajar y subir cada vez que íbamos a surfear. ¿Quizá el cementerio era más por esto que por el surf en sí?

Volvíamos a la casa completamente exhaustos. Por suerte a Chris le gusta cocinar, y lo hacía tan rápido y bien y rechazando toda ayuda que era casi imposible echarle una mano. Acabábamos el día acurrucados en el sofá, leyendo Siddharta unos, un libro de economía el otro y mi colección de cuentos noruegos yo. La cena estaba deliciosa, y después casi no me podía mover, disfrutando de esa combinación maravillosa de cansancio físico, una ducha caliente, el estómago lleno y un cojín mullido en la espalda. Madre mía, la vida es un continuo sufrimiento, ¿eh?

El jueves por la tarde fuimos a la playa a echar un vistazo, y la visión de las olas rompiendo en la playa y el recuerdo de la sensación del neopreno mojado nos disuadió de volver a meternos en el agua. Pero como habíamos pasado algunas horas dormitando en la casa después de almorzar, no me apetecía volver enseguida, y decidí caminar los tres kilómetros de vuelta a la casa en vez de ir en coche. Se sumó primero Andris y acabó con Chris conduciendo solo…

 

Vestkapp

Realmente se notaba que estábamos más al norte que en Flekke. Las montañas no estaban cubiertas de árboles como lo están aquí, sino sólo de hierba y algunos arbustos desperdigados, y el paisaje parecía más expuesto, de alguna manera desgastado por el viento. Decenas de torrentes bajaban las montañas para desembocar en el fiordo a un lado o al otro y asemejaban venas o líneas dibujadas con tinta. No había muchas casas y la mayoría eran pequeñas, de una planta y se mimetizaban con los colores oscuros, viejos en los que estaba pintada la madera. Daban la impresión de agacharse para estar lo más cerca del suelo posible y evitar el empuje del viento. Creo que incluso las ovejas increíblemente lanudas que pastaban por todos los lados hacían lo mismo. Me gustó mucho la sensación de despejado en el mirador en el que paramos para «evaluar la situación», la humildad de las casas, la gama simple de colores: el blanco de las ovejas, el verde de la hierba, el gris del fiordo, las nubes y la carretera, y los tonos oscuros de las casas. Por supuesto, nos llovió, y llegamos empapados, aunque contentos.

 

Me tocó un grupo muy bueno: no conocía muy bien a ninguno de los primeros años, y Andris, el único segundo año que vino, es la mezcla perfecta de alguien con el que no paso mucho tiempo pero que me es familiar: fuimos a Ridderrennet juntos, estamos en las mismas clases de Biología e Historia… Me cae bien y nos conocemos lo suficiente como para que no sea incómodo ni tengamos que hablar todo el tiempo. Me di cuenta más tarde de que fuimos nosotros los que cortamos la leña para el fuego, los que subíamos y bajábamos la comida los días que pasamos en el acantilado… Creo que nos era más fácil trabajar en equipo por el hecho de haber pasado un año en el mismo sitio, trabajando de forma parecida. En resumen, tenía el espacio que necesitaba después de mes y medio de burbuja, y al mismo tiempo alguien con quien podía contar. También nos lo pasamos muy bien con Chris. Es uno de los profesores que prefiere mantener distancia con el campus y no saberlo todo acerca de nosotros, pero al mismo tiempo nos entiende bastante bien. Tiene un humor sarcástico y nuestras conversaciones sobre las leyes de la física, los agujeros negros, la seguridad social noruega y el sistema de bienestar durante la cena fueron muy interesantes y en ocasiones, cuando derivaban hacia gatos que brillan en la oscuridad y memorias de cuando nuestro colegio era mucho más relajado en cuanto a reglas, nos dolía la tripa no sólo de mantener la tensión sobre la tabla de surf, sino también de los puntuales ataques de risa.

 

Nosotros  (de izquierda a derecha: Olve, yo, Ingrid, Chris, Andris, Jonah y Fidel) por delante…

… y por detrás.

El semestre que viene tenemos dos PBLs, que los primeros años ocuparán con el curso intensivo de primeros auxilios y el Modelo de las Naciones Unidas. Durante la primera, yo estaré impartiendo el curso, ya que soy parte del grupo de primeros auxilios del colegio, y en la segunda me he apuntado para ayudar con la logística (hacer de guarda jurado, mensajero, etc.), ya que me apetece observar la simulación desde fuera y, a decir verdad, ver cómo se desenvuelven mis primeros años… Así que mis PBLs «de verdad» se han acabado. He tenido una suerte tremenda, conseguí mi primera opción en ambas y fueron experiencias increíbles, dos de las mejores semanas de estos dos años. El año pasado fue la expedición al glaciar y esta vez, una semana de escalada y surf, y aunque fueron dos excursiones muy distintas, en las dos aprendí mucho y las disfruté al máximo. Me alegro de estar segura de eso, porque ahora que estoy en la segunda mitad de mis dos años y me asalta a veces una sensación casi de despedida o de final, sé que no tengo una segunda oportunidad para mejorar o corregir… Esto es lo que hay, y estoy satisfecha con lo que he hecho.

Hoy es domingo. Ayer volvieron casi todos los viajantes. Gray me trajo chocolate Ritter Sport de Berlín; Mette, Mia y Kris tenían algunas buenas historias que contarme de Praga… Quien ha venido también es el invierno, con su habilidad de helarme la nariz en los dos minutos que tardo de la kantina a Denmark House y su manía de convertir las cuestas del campus en toboganes mortales, casi imposibles de superar. Con la primera helada nos damos cuenta de que todos los años empezamos de cero el apredizaje de mantener el equilibrio sobre él. Mañana comienzan las clases, y no tengo nada de ganas. Pero bueno, hoy Wiktoria y yo nos hemos dado cuenta de que teníamos que abrir cuatro puertecitas del calendario de adviento porque se nos ha pasado la fecha, y sólo quedan tres semanas y media para las vacaciones, endulzadas por el trozo de chocolate que nos toca cada mañana…

*P.S.: Algunas fotos son de Andris e Ingrid – ¡Muchas gracias!

flores perennes y flores pascuales

21 Abr

La flor grande lleva todo el año en la ventana de Mariano, el profesor argentino de Español Ab Initio. Las flores pequeñas son narcisos, en alemán también conocidos como «Osterglocken», «campanillas de Pascua», y da la impresión de que aparecieron de la nada después de un chaparrón primaveral…

Me acerqué con cuidado, y vi que realmente eran de verdad.

¡Felices Pascuas!

El glaciar de Flatbreen – expedición internacional del 10 al 13 de octubre de 2010 (III)

15 Ene

El día siguiente había llegado el momento de la esperada expedición. Barajamos varios recorridos y nos decidimos por uno que cruzaba toda la lengua del glaciar y nos llevaría a uno de los picos que asomaban de vez en cuando entre el hielo. Nos pusimos en marcha, de nuevo con un sol radiante y la comida en nuestros termos (sin embargo, decidimos esta vez dejar la pasta para la cena) y después de una hora más o menos de marcha habíamos llegado a un lateral del glaciar. Esta vez habíamos andado más por tierra firme para evitar la zona más agrietada, por la que el avance es más lento, y ya estábamos en la zona central del glaciar. Queríamos aprovechar bien el día para llegar hasta donde nos lo habíamos propuesto (y regresar), así que no se trataba de encontrar el camino más emocionante ni el desafío más aventurero, sino de mantener el ritmo y concentrarse. En la parte central, cuando ya nos habíamos alejado de los bordes y parecía que nos encontrábamos en una infinita llanura helada (el sol había dejado paso a un cielo gris y a un poco de niebla que aportaba un toque misterioso y a ratos inquietante), el suelo era plano, sin montículos no hendiduras, sólo unas suaves “olas”, parecidas a diminutas dunas de hielo, daban relieve a la superficie, en la que se veían como una cenefa de medias lunas azuladas con un efecto ligeramente psicodélico.

Las dunas psicodélicas

El paisaje desde la parte central del gciar, más llana y cómoda para andar.

Cerca de los laterales, sí nos encontramos con un auténtico laberinto de gritas que se abrían a nuestros pies y entre las cuales a veces sólo había un camino de cinco centímetros de grosor por el que teníamos que pasar, y eso sin podernos agarrar a nada, ya que no había nada más arriba, y viendo a ambos lados el azul de las capas inferiores de hielo. ¡Un poco preocupante, a veces!

El laberinto de grietas del que salimos.

Llegamos efectivamente a la montaña, que se elevaba unos cien metros sobre el hielo y cuyas laderas estaban formadas por rocas sueltas con las que teníamos que tener bastante cuidado de no tirárnoslas los unos a los otros a la cabeza y matarnos. Cuando llegamos arriba, me sentí como la emperatriz de las montañas y fiordos noruegos: ¡más alto no se podía llegar! Bueno, claro que había picos más altos un poco más lejos, pero parecía que estábamos a la misma altura, que podía mirar a esos colosos de roca a los ojos como iguales, mientras a la vez me sentía increíblemente pequeña, como una minúscula bola de energía en la inmensidad del cosmos. Allí arriba decidí que en realidad el destino que me han hilado las Moiras en su rueca es el de una asceta que haría mejor en quedarse en esa montaña exactamente, construirse un refugio y alimentarse de osos polares, y que bajando de nuevo no sólo me pesaría el doble la mochila, sino que además desafiaba terriblemente a los apasionados dioses del Olimpo.

Desde la montaña a la que subimos, se podía echar un vistazo a la parte de arriba de los picos más altos, entre los cuales se veían, medio ocultos por la nieve, algunos lagos glaciares, como éste.

El mundo desde allí arriba.

Se me pasaron los pensamientos filosóficos cuando Rodrigo se quitó toda la ropa excepto los pantalones y las botas, no tanto de admiración como de sorpresa y preocupación por su salud, tanto física como mental. Pero luego entendí el gesto cuando sacó una bandera de Costa Rica de su mochila y se puso a sacarse fotos con distintos paisajes de fondo: ¡quizá era el primer tico en el glaciar de Flatbreen! Oliver y Gray, probablemente viendo puesta en duda la fuerza de sus respectivas testosteronas o la presencia de órganos reproductivos masculinos, se quitaron la camiseta también, y después Regine y yo decidimos unirnos, y lo hicimos sin testosteronas ni órganos reproductivos masculinos, demostrando de una vez por todas que Tomb Raider puede a Rambo, el tema de discusión durante la caminata.

Ya sé que nadie se hubiera fijado si no lo hubiera dicho, pero es que me mata: mi culo no se ha hinchado como una pompa de jabón desde que estoy aquí… ¡es el pantalón!

Empezó a nevar en copos cada vez más grandes y emprendimos el camino de regreso con preocupación. Por suerte, aunque nos angustió un poco, la nieve nos dejó llegar sanos y salvos a casa, donde nos refugiamos en nuestros sacos mientras el viento soplaba fuera y nos silbaba una canción de cuna un poco alternativa y no muy somnolienta.

La auténtica Flatbrehyttar

Al día siguiente ya nos tocó bajar de nuevo, después de recoger la cabaña y despedirnos de ella. Se me ha olvidado contaros que la caseta donde nos quedamos no es en realidad la original. Ésta se encuentra justo al lado y está hecha de piedra en vez de madera, porque todos los materiales que no se podían obtener del entorno los subió el alpinista que la construyó en muchos viajes a pie, por la misma ladera que a nosotros nos había costado sudor y lágrimas superar.

Con la nieve de la noche anterior, las montañas parecían un producto de repostería de nuestro German-Club.

La bajada nos costó mucho menos, pude disfrutar de las vistas, que cambiaban mucho por la increíble velocidad a la que bajábamos, y de la vegetación: un verde que ahora, en medio de nieve y hielo, echo un poco de menos. Llegamos al autobús exhaustos, emocionados, satisfechos, orgullosos y esperando con avidez llegar al campus, ducharnos media hora (lo compensamos con los cuatro días en los que exploramos nuestro lado más animal) y pasarnos cuatro días de vacaciones, té, películas y piscina en el campus. En realidad, Regine y yo nos lavamos todos los días en la charca, sin importarnos viento, nieve o hielo (fue genial, teníamos que romper la capa de hielo por las mañanas y por las noches), y hay pruebas de ello, pero han sido censuradas por el equipo de diseño e imagen de esta plataforma de publicaciones. ¡Lo siento!

Ha sido una experiencia inolvidable, una auténtica pasada. Ha sido genial salir por un tiempo de Flekke, ver algo de Noruega, mover los músculos hasta que duelen, pero con un dolor casi agradable, del que te confirma que has hecho algo, no leer ni escribir ni pensar más allá de cómo sacar pasta pegada en el fondo de un termo, estar rodeada de un paisaje maravilloso, sentirse tan aislada de una civilización a veces innecesaria y agobiante y tan unida a las rocas y al hielo, tener a mirar desde la cabaña por encima de fiordos y montañas, o ver extenderse hacia el infinito una pradera blanca que en el horizonte se funde con el cielo, hasta darte la impresión de estar en una enorme bola de cristal blanco, contar cuentos de terror con el viento aullando alrededor del refugio…

Y aquí finaliza el diario de la expedición al glaciar de Flatbreen, donde no nos defendimos de animales salvajes y hambrientos ni descubrimos ríos o lagos escondidos, ni pisamos territorio virgen por primera vez (por suerte, porque esta clase de eventos siempre me parece un poco triste), pero nos lo pasamos muy, muy bien.

El glaciar de Flatbreen – expedición internacional del 10 al 13 de octubre de 2010 (II)

15 Ene

Amanecer en cuatro imágenes y pocos segundos

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Preparación

Jan Erik probando el hielo…

… que parecía ser suficientemente seguro…

… así que nos unimos a nuestros equipos de cuerda. (Últimas dos fotos de Joakim)

Como os podéis imaginar, es noche nos fuimos a dormir con las gallinas: a las nueve de la noche ya estábamos todos en nuestros respectivos sacos de dormir, soñando con el color azul del hielo. Cuando asomamos la cabeza por la puerta a la mañana siguiente, descubrimos que hacía un tiempo maravilloso: aire fresco, pero un cielo azul y un sol radiante que nos metieron prisa con los preparativos. Después de lavarnos la cara con el agua de una charca cercana, de agua que por supuesto venía directamente del glaciar, preparar la comida (pasta con salsa de tomate, todo del sobre, claro) y un paseo de cinco minutos ya estábamos en la superficie helada del glaciar. Ese día lo dedicamos sobre todo a perfeccionar nuestras técnicas de escalada: caminar en equipo (mantener la cuerda suelta, pero lo justo para que no toque el suelo), aprender a utilizar el piolet (tanto el mango como la parte superior, de distintos usos), acostumbrarse a andar con crampones, clavando los pies en el suelo y quitarse el miedo a las grietas estrechas y profundas, de color azulado, que formaban el paisaje a nuestro alrededor.

Gris

Entrando en la niebla, nos alegrábamos de estar atados con una cuerda, que a veces parecía salir de una nube blanca y arrastrarte hacia ella.

Oda después de… ¡conseguirlo! ¡sí!

Alguien tenía que estar tomando la foto, ¿no? Pero sino, realmente podrías pensar que esto es lo único que encontraron de nosotros…

Fue el día de más adrenalina, de algunas caídas y deslizamientos, pequeños sustos, algún que otro rasguño y un poco de vértigo. Rodeamos, subimos y bajamos las grietas, pasamos por túneles, nos aseguramos los unos a los otros, bajamos cuestas de frente y en diagonal y las subimos clavando en el hielo no sólo el piolet sino casi hasta los dientes. Acabamos la jornada bajando del glaciar en colgados de una cuerda por una pared no muy alta antes de emprender el camino de regreso a Flatbrehyttar y a nuestros sacos de dormir.

Azul

El túnel

Regine, encontrado la salida. (Foto de Joakim)

Sin embargo, un evento que sin duda será recordado fue cuando nos sentamos a comer y al abrir los termos con hambre animal, vimos que toda la pasta se había quedado pegada al fondo, fuera del alcance de nuestro ávido cucute (cuchillo, cuchara y tenedor, todo en uno). Por mucho que pusiéramos el termo boca abajo, lo golpeáramos contra el hielo con frustración o aulláramos como cazadores neandertales a los que se les acaba de escapar un sabroso mamut, aquello no salía. Así que al final, empujados por nuestro instinto de supervivencia, haciendo de tripas corazón y divirtiéndonos como niños, cogimos los piolets, cuyos mangos cabían justo por la abertura del termo, y los usamos como una especie de pinchos con los que sacamos a la luz los ansiados hidratos de carbono, haciendo un ruido muy asqueroso, por cierto. Un ejemplo perfecto de varias mentes jóvenes, inquisitivas, inventivas, creativas y activas uniéndose para solucionar un problema de importancia mundial con resultados geniales y extremadamente prácticos.

Blanco

Avanzando por el hielo

El famoso acontecimiento de los piolets y los termos (Regine, Rodrigo y Oliver).

Regine disfrutando del sol de la tarde.

Esa noche el cielo fue una pasada. Las estrellas se veían tan claras y cercanas que el cielo realmente parecía una bóveda de cristal casi al alcance de la mano, estrellas fugaces incluidas. Incluso nos pareció ver una aurora boreal, un resplandor blanquecino en el firmamento que parecía agitarse en largas ondulaciones. En el campus, en Flekke, por lo visto se vieron mucho más claras, verdes y brillantes, en nuestra montaña parecían más un extraño reflejo causado por el hielo del glaciar u otro fenómeno inexplicable para personas normales.

La bajada

Una persona muy abrigada y por lo tanto irreconocible (¿Meta?) y Gray rapelando por la pared del glaciar.

El glaciar de Flatbreen – expedición internacional del 10 al 13 de octubre de 2010 (I)

14 Ene

El principio

Permanece clara y nítida en mi memoria esa mañana de octubre en la que el sol y la niebla que cubría el campus daba un toque épico a nuestra partida. Todavía recuerdo a la perfección la sensación de aventura y desafío que nos invadió a todos cuando subimos al pequeño autobús que nos llevaría al pie de las montañas que tendríamos que escalar: Oda (Noruega), Oliver (Dinamarca), Regina (Groenlandia), Gray y Sophie (Estados Unidos), Rodrigo (Costa Rica), yo y nuestros dos guías, Joakim y Jan Erik, estábamos preparados para la expedición. Después de preparar algunos bocadillos de queso y jamón york en la kantina, llenar nuestras mochilas de 70 o más litros de capacidad hasta los bordes con equipo, ropa interior térmica y comida concentrada (casi como astronautas), despertar al expedicionista más dormilón (que, curiosamente, no fui yo), estábamos listos: ¡el glaciar de Flatbreen nos esperaba!

El equipo (Foto: Rodrigo)

Poco a poco fuimos dejando atrás la civilización: la megalópolis de Flekke, la metrópolis de Dale, la ciudad de Forde, y la gasolinera en la que paramos y donde Gray y yo entramos en el supermercado para observar durante diez minutos una pizza congelada del tamaño de una rueda de tractor, para absorberlo en nuestras mentes y ser capaces de aguantar cuatro días aislados de semejantes placeres (hablo del placer de observar una pizza, porque lo que es comer una, no lo he hecho en meses).

Gray y Rodrigo, metidos en el papel de Rambo y acalorados tras la primera etapa de la subida.

La siguiente parada ya era nuestro destino final, o por lo menos el destino final al que podía llevarnos nuestro conductor Bjarte Morten: nos dejó al pie de la montaña detrás de la cual se encontraba el glaciar, una montaña que escalaríamos por el valle que dejó el torrente que se produjo cuando un lago glaciar rompió su morrena y casi se llevó por delante las granjas a las orillas del fiordo. Ganaríamos alrededor de mil metros de altitud en sólo 2.5 kilómetros, cada uno con una mochila de tamaño y peso similar al nuestro (o eso parecía). Rápido calculamos que cada tres pasos significarían un metro de ascenso y nos miramos un poco asustados, sobre todo yo, que era la más pequeña y ligera de la expedición (en ese aspecto soy difícil de batir).

Sophie y Oda, comprobando que esa era la montaña correcta y no tendríamos que bajar todo otra vez para subir por la ladera de enfrente. (Foto: Joakim)

Mientras Meta se enzarzaba en una lucha encarnizada con los últimos arándanos que quedaban arriba. Aunque más que arándanos, eran pequeñas porciones de helado de arándanos. ¡Crujían entre los dientes!

«Which way?»

«Up!»

(Foto: Joakim)

El ascenso fue, efectivamente, extenuante. Había momentos en los que pensaba que ya no podía dar ni un paso más y andaba utilizando toda mi concentración y fuerza de voluntad para poner un pie delante del otro y no desesperarme. Parecía una montaña interminable, sin cima, la mochila pesaba cada vez más y los músculos me dolían con cada paso. Creo que fue el esfuerzo físico más grande que he hecho en mi vida y realmente pensé en rendirme varias veces durante el camino, o por lo menos echarme a llorar. Sin embargo, fue una sensación maravillosa llegar a la cima, donde nos esperaba Flatbrehytta, la preciosa cabaña roja que sería nuestro refugio en las siguientes tres noches, con el viento soplándote en la cara, exhausta, pero contenta e increíblemente orgullosa de tí misma. Nos sentamos en los escalones delante de la cabaña, disfrutando del impresionante paisaje, las montañas a nuestro alrededor, sólo un poco más altas que nosotros mismos, y abajo del todo el fiordo y nuestro el punto de partida y el pequeño camino que con curvas y saltos subía hasta nuestros pies; y nos tomamos el melocotón en almíbar que Oliver había traído hasta allí arriba, y que era la cosa más dulce y sabrosa que había comido nunca jamás.

Flatbrehyttar

Estábamos tan cansados que ya todo nos parecía bien. Para caminar por el glaciar nos dividiríamos en dos equipos de cuerda, en los que nos ataríamos los unos a los otros para que las caídas a las profundidades abismales no fueran definitivas, o para que si se cayera uno, ya nos cayéramos todos y asunto concluido. El caso es que antes de entrar en la cabaña hicimos una prueba para ver cómo funcionaba, cómo usar casco, crampones, piolets (los picos para el hielo), cuerdas, mosquetones y demás equipo. Una vez terminamos, entramos a preparar la cena. La cabaña era encantadora por dentro. Tenía dos habitaciones: una cocina-comedor-salón y el dormitorio. En la primera había una estufa, dos mesas alargadas con bancos, vajilla, fotos de otras expediciones y dos libros de firmas en los que encontré historias, firmas, dibujos, anécdotas y relatos de visitantes de todo el mundo, muchos de ellos de España y Alemania, lo que me hizo mucha ilusión. El dormitorio tenía aproximadamente ocho metros cuadrados, seis literas y dieciocho camas. Vamos, que dormimos juntos como una piña, y frío no pasamos.

Para ir al baño teníamos que bajar una cuesta entre rocas, cruzar un puente sobre un arroyo de aguas heladas y cristalinas y subir un montecito hasta llegar a una caseta, que estaba anclada a una roca en la cima, muy pequeña comparada con las montañas que la rodeaban y con la apariencia de estar a punto de echar a volar con la siguiente ráfaga de viento. Toda una aventura para echar un pis, pero eso sí, en un marco incomparable. Tenías la sensación de estar sentada en un trono, esta vez literalmente, en la punta del mundo.

workin’ again (pero sin complainin’, ¿eh?)

18 Sep

Aquí estoy otra vez. Después de una semana de trabajo intenso y con un fin de semana lleno de más trabajo que se avecina, no estoy en las mejores condiciones psíquico-físicas, pero ¿quién lo está?

Tengo un montón de cosas que hacer.  Dos páginas de mi cuaderno son una lista de encuentros, actividades, excursiones, deberes, regalos, trabajos, etc. que hacer, pero es viernes y ya tengo mono del blog, así que me tomaré un poco de tiempo a la fuerza, que tampoco pasa nada.

No sé si empezar a contaros todo lo que he hecho desde el fin de semana pasado (qué lejos queda), son tantas que no caben en el blog. Pero por lo menos subiré algunas fotos, no vayáis a pensar que sólo tengo imágenes de mí haciendo el tonto delante del ordenador… Por cierto: tengo también dos páginas del cuaderno con cosas que quiero escribir aquí. Así que nos faltará de todo, menos de material. Me estoy dando cuenta de que estoy aprendiendo a teclear sin mirar el teclado. Qué miedo. Pero bueno, me estoy perdiendo. Vayamos al grano.

Antes de leer los relatos, por favor imaginároslo todo pasado por agua. Efectivamente: el Sol ya no se refleja en el fiordo de Flekke, ya no podemos andar en manga corta ni disfrutar de la tarde haciendo deberes en el embarcadero mientras la espalda se nos calienta paulatinamente. Ahora todo es un envolverse en enormes anoraks de todos los colores, tratando de cubrir múltiples mochilas, libros y cuadernos hasta asemejarnos a tiendas de campaña con patas, es ignorar las gotitas resblándose por la punta de la nariz, es ponerse y quitarse las botas de agua en cada vez menos tiempo… No lo voy a mencionar más, porque cansa añadir siempre «… y estaba lloviendo», aunque igual debería decirlo, sólo para meteros más en la humedad de la situación… El caso es que a mí me gusta (todavía). Dicen los noruegos que continuará así por un par de meses, casi non-stop hasta las primeras nieves en diciembre. Dicen los optimistas: «que noooo», pero creo que me voy a fiar de los nativos. En fin: mucha lluvia de momento.

1. Sesión intensa de estudio + preparación de nuestra actuación

Aquí las clases siempre están abiertas y dissponibles para estudiar. En la biblioteca no cabemos todos ni de lejos y en las casas no hay manera de concetnrarse. Así que para hacer nuestros deberes y darle forma a nuestra «performancia» invadimos el Swedish Classroom, que tiene el lujo añadido de tres sofás y una mesilla. Pasamos casi todo el día allí, y la verdad es que fue divertido. Empezó con un libro y un cuaderno y se fueron añadiendo libros de la biblioteca, bolsitas de té, un hervidor de agua, tazas chinas, ordenadores, galletas de chocolate, mantas, gente…

2. Ronja-Räubertochter-Feeling

El sábado por la noche volvíamos del Swedish Classroom, cansadas, cargadas de libros, lloviendo, cuando nos acordamos de que a la mañana siguiente nos habíamos apuntado a una excursión, y que teníamos un moontón de cosas que hacer y que requería levantarse a las ocho… Y por otro lado estaba esa sensación de novato en UWC, de no querer perderse nada… Menos mal que nos cruzamos con Angelika, mi segundo año de Alemania y simplemente le preguntamos. Ella nos dijo que lo hizo el año pasado, y que se sintió como Ronja Räubertochter explorando los bosques. Sólo con eso me convenció, porque Ronja Räubertocher ha sido de pequeña, y todavía lo es ahora, si lo pienso, uno de mis libros favoritos. Es de Astrid Lindgren y el título en español es Ronja, la hija del bandolero. El personaje principal es Ronja, una niña cuyos padres son bandidos y viven en un castillo en el bosque. Un día conoce al Birk, el hijo del jefe del grupo de bandidos enemigo, y los dos se hacen amigos. Es una historia tan bonita que no dudé en ponerme el despertador y convertirme en una hija de bandoleros, cosa que valió la pena…

Para los que Puentetoma es húmedo.  Aquí todo está lleno de barro, charcos, arroyos, cascadas que vienen desde los montes hasta el fiordo, casi en caída libre…

Y en medio de la pampa noruega nos encontramos…

3. 15 de septiembre, Día de la Independencia de Centroamérica

Rodrigo, de Costa Rica, en clase de español

Es impresionante la «nacionalización» que se produce aquí de las personas en algunas situaciones. En parte es natural, porque cuando te encuentras representando tú sólo a tu país, al mismo tiempo que doscientas personas hacen lo mismo con el suyo, es lógico que lo quieras hacer lo mejor posible. He oído de un segundo año que muchas personas encuentran su patriotismo y orgullo nacional aquí, y me lo creo. También se hace medio en broma, así que no me molesta realmente. Lo único es que justamente yo tengo dos nacionalidades a las que se puede hacer alusión en muchos contextos…

De izquierda a derecha: Anyuri, de Panamá; Katherine, de Honduras; Jennyfer, de Nicaragua; y Rodrigo.

Total, que el 15 Centroamérica celebraba su independencia: Rodrigo, Daniela, Vanesa, Anyuri, Javier, Jennyfer y Katherine aparecieron vestidos con sus trajes nacionales, de buen humor y con un montón de comentarios para mí, empezando en el desayuno. Se habló incluso de tirarme al fiordo en una especie de ritual de recreación histórica. Durante el almuerzo, yo estaba sentada en la mesa con Mitch, Eivind y algunos otros y cuando éstos se dieron cuenta de la situación también me empezaron a tomar el pelo.  Yo, que estaba bastante adormilada, dije que hoy había levantado con el pie alemán y que ese día no me sentía española en absoluto. No me di cuenta de mi error hasta que Mitch rompió a reír y entre carcajada y carcajada me soltó: «Claro, como los alemanes nunca habéis hecho daño a nadie…». Menos mal que me lo tomo a broma.

La cabeza de Anyuri era una obra de arte, y crearla costó mucho tiempo: extender todo lo necesario encima de la mesa, ordenarlo, levantarse una hora antes para peinarse y poner cada flor y cada pájaro en su sitio… Fue precioso verlo, tanto el proceso como el resultado.

Tengo que decir que los recién independizados lo compensaron invitándome a un poco de carne, arroz y nachos con salsa y guacamole de su cena de celebración, así que, sinceramente, me valió la pena…

Mañana, segundo día del curso de canoa que hemos empezado hoy. Mientras que hoy aprendimos a rescatarnos mutuamente y pasamos la mitad de la tarde en el agua, mañana nos iremos de excursión. La verdad es que a pesar de la lluvia (estaba lloviendo) nos lo hemos pasado bastante bien. Y luego me han tirado al fiordo. Pero yo me agarré a mi captor cual garrapata y me lo llevé conmigo a las profundidades del Atlántico. ¡Já!

Además tenemos el show de los primeros años. Deseadme suerte, que yo ya estoy nerviosa…

Sozialising

1 Ago

Aquí estoy sentada en el pasillo con dos «awesome girls», como me han dicho que me refiera a ellas, Mende de Bután y Kanchan de Nepal. Hemos establecido aquí nuestro cibercentro, porque la conexión a internet en nuestras habitaciónes es demasiado lenta para bloggear, facebookear y skypear. A veces aprovechamos la ocasión para cantar algo en frente de la puerta de los chicos (a propósito de cambiar los roles). Estoy chupando con (mucha) reticencia un trozo de queso nepalí duro como una piedra que lleva diez minutos en mi boca y todavía no ha cambiado de forma ni de constistencia. Bueno, lo que no mata engorda. Como el té chino de Tian Ge, o el alimento desconocido que me ha dado Mende, una especie de fideos secos con un sabor relativamente inofensivo que se convertieron en una bola de fuego cuando Mende les echó una especia también desconocida.

El caso es que mientras Karolina y Kanchan mantienen respectivas conversaciones con sus ordenadores, la una en polaco y la otra en nepalí, yo no sé qué escribiros. Han pasado tantas cosas otra vez…

Antes de ayer fuimos introducidos por primera vez a la comunidad de Flekke. Ya habíamos ido antes a «flekkeshop», para comprar chocolate por veinte coronas, champú para algunos, pringels para otros. Pero ayer por la tarde había una barbacoa y un pequeño grupo, mejor dicho un duo, que tocaba música, y muchos habitantes de Flekke, unas cincuenta personas, se habían reunido fuera, debajo de un tejadillo. Nosotros comimos el postre de nuestra cena, plátano cocido con chocolate (¿o era plátano con chocolate cocido?), cuyo mayor atractivo era observar a los demás comer, e intentar hacer algunas fotos interesantes. Cosa que por cierto he conseguido, pero no son apropiadas para un blog serio como es el mío.

Seriedad es también la prioridad de mi co-año venezolano Samuel. Una seriedad presente en todas sus… capas.  Cuando le pregunté si podía subir esta foto, me dijo «Soy un tipo desenrollado, Lea.» Menos mal que me estoy acostumbrando a su acento (en realidad dijo «desenrollado») y ya no me tiene que repetir las cosas veinte veces y luego en inglés.

El postre.

Thale, una voluntaria noruega del Sommer Course, haciendo una foto de, no sé, los típicos niños noruegos. Pelo casi blanco, vestidos de verano, y hablando nouego.

Marhia, Kanchan y Mende, de Bután, con sus armas preparadas para tostar marshmellows.

Roza y yo, eco-artistas.

Así que estuvimos cantando algunas canciones acompañados por una guitarra, casi alrededor de un fuego… Muy típico de un campamento, lo sé.

Ayer fuimos a Dale (escrito con un punto sobre alguna de las vocales), la «gran ciudad» con un supermercado, un mini- centro-comercial, un banco y un café. Ohhh. Nos aburrimos después de veinte minutos y Roza, Karolina , Sam(uel) y yo decidimos andar los 10 kilómetros de vuelta. Llovía un poco y creo que no nos dimos cuenta de lo que son diez kilómetros. El caso es que terminamos haciendo auto-stop. Nos recogió una señora mayor muy simpática que hablaba inglés y con la que charlamos un poco. de todas formas, la gente de por aquí, ya van con el chip de UWC puesto.

Durante el tramo que caminamos, estuve hablando con Roza(na), mi compañera germano-palestina, con la que también hablo alemán. Es muy interesante pasar tiempo con ella, porque para mí (por supuesto para ella no), es contradictoria. Por un lado tiene un carácter bastante alemán. Le encanta caminar («Nach dem Essen sollst du ruhn oder tausend Schritte tun»), es muy activa, muy directa en algunas cosas y valiente. Pero por otro lado es musulmana y tiene ideas bastante machistas, o digamos mejor ideas que comprometen la independencia de las mujeres, sobre todo en cuestión de relaciones personales. Me cae muy bien y es precioso como combina los pañuelos. El pañuelo inferior, el pañuelo superior y su ropa siempre encajan a la perfección y tarda diez segundos en atarselos.

Hoy hemos conocido un poco más la flora y el paisaje noruego (la fauna no se deja ver). Dimos un pequeño paseo, llegando a otra parte del fiordo, donde tuvimos nuestra hora boy-scout preparando un fuego y unos «panes en palos», y luego los ya rutinarios marshmellows tostados. Mientras los demás se inclinaban más hacia lo dulce, mi «pan en un palo» se convirtió en una pizza noruega, con orégano en la masa y queso fundido dentro.

Yo preparando los palos para los panes. Fotógrafo: Ben. Hvala, Ben!

Me estoy enamorando de la chaqueta de Loyola. Seguro que el color verde manzana se agradecerá durante los crudos y blancos inviernos. Esta foto también es de Ben.

Jolines, el queso este nepalí sigue sin disolverse. Aunque ahora parece que salen pequeños trozos de una sustancia blanca (y por supuesto desconocida) del interior…

*Otro evento importante de hoy: guerra de algas contra Ben, que empezó conmigo pensando «creo que puedo meterme en el fiordo hasta las rodillas» y acabó conmigo pensando «dios mío, he conseguido tirarle a las algas». Resultado: empate.

Heidelbeeren

27 Jul

Mi compañera de habitación Rinchen, del Tíbet, que cuenta cosas muy interesantes…

Noruega no es (todavía) un país blanco, la nieve no me llega a las rodillas y los carámbanos no rozan el suelo. No hay osos polares rondando por Bergen ni pingüinos en Flekke. En realidad, nos ha hecho muy buen tiempo hasta hoy, ahora llueve un poco. Pero estos tres días hemos disfrutado del Sol y de ir en manga corta, casi no he entrado en mi habitación.

Tanto hablar, tanto hablar, tanto comer, tanto comer… Tardamos dos horas en llenar una taza.

La verdad es que esta zona es muy, muy verde. Estamos rodeados de montes cubiertos de un bosque de coníferas y, lo mejor de todo, por todas partes, desde delante de nuestra casa hasta en los bordes de la carretera a Flekke crecen arbustos de arándanos, grosellas espinosas, grosellas a secas y fresas silvestres. El plan para mañana es, entre otras cosas, hacer gofres con arándanos, así que esta tarde después de la cena hemos pasado por la pequeña isla en medio del fiordo para recoger los ingredientes.

Mi compañera de habitación Karolina, de Polonia, con la que me entiendo muy bien.

Las pruebas del delito