Hoy por la mañana Flekke ha amanecido así:
¡El primer día de helada! Sólo una fina tela de araña de escarcha, casi imperceptible, que cubría el prado entre las casas y la kantina , pero ya había sucumbido al sol cuando volví. Sí, habéis leído bien – sol hoy también en Flekke. Qué gran despedida del calor. Esta mañana me he levantado sintiéndome fatal, y no he ido a clase, pero el buen tiempo realmente puede con todo. Ahora estoy sentada con Kris debajo de un manzano, envuelta en una manta y con varias capas de ropa, mientras Ashley, de Serbia, y Mirza, un kurdo establecido en Suiza, juegan al baloncesto en la canasta que cuelga de Uncle Tom’s Cabin. Todo el mundo está en sus actividades, de vez en cuando pasa alguien y se une para unos tiros a canasta, o intercambia algunas palabras con nosotros y sigue su camino. Pero la mayor parte del tiempo sólo se oyen los pájaros, los golpes del balón, el pasar de páginas de Kris y mis golpecitos en el teclado. Ya entiendo por qué da la impresión de que realmente los pasamos mal aquí… Un asco de vida, vamos. Si ahora que lo pienso, incluso estar enferma no está mal. Las clases que me he perdido no son tan graves, algún profesor incluso me ha mandado un correo deseándome que me mejore pronto, he llegado a disfrutar de ese momento de estar en la cama sin dormir, de sentir las mantas y almohadas calentitas alrededor de mí y la luz que se filtra por mis cortinas, algo inexistente en mi día a día… Me he levantado a las doce y media, cuando la vista de mi ventana era ésta,
me he dado una ducha y me he ido a comer. Comí en una kantina vacía, con Eivind, que también está enfermo, y después he pasado la tarde en un limbo temporal, sin ninguna reunión a la que acudir, ninguna actividad en la que participar, sin sentirme estudiante del IB. Por la silla a mi lado pasaron Kris, con el que estuve charlando un buen rato y comiendo el chocolate alemán que nos donó Meta; Álvaro, que está intentando resolver el Cubo de Rubik y lo lleva a todas partes; Prince, que es casi dos metros de materia adorable de Swazilandia; y ahora Mia, mi primer año alemana, que está leyendo para Literatura Mundial. Pero ahora el sol está bajando y mis pies se están enfriando. Así que daré fin a una tarde idílica de dolor de estómago, y me iré a mi cuarto a trabajar. Me imagino que este será el último post sobre mis ensoñaciones doradas, que ya vale. En realidad siempre me siento con el propósito de escribir sobre la semana de proyectos, o sobre las visitas de universidades, pero luego me gusta tanto escribir y tengo tantas cosas que contar y la cabeza tan llena de pensamientos y emociones que acabo escribiendo de lo que está pasando ahora mismo a este lado de la pantalla. Intento capturar los juramentos en árabe cuando el balón rebota en el aro de la canasta, el sudor sobre la piel negra de Leo, el sonido de la puerta de Norway House al abrirse, el acento vietnamita de Nguyen, la imagen de Kris revolviéndose en la silla porque no sabe qué hacer con sus piernas demasiado largas, la visita relámpago de Karolina… A veces pienso que es lo que realmente cuenta de estos dos años, todas esas pequeñas impresiones, las películas y el café de los viernes, esa noche en la que se veía la Vía Láctea, esa conversación a la hora de la cena sobre pudin de vainilla, cuando alguien me pasa la mano por el pelo, que Scott me ha vuelto a cortar corto, corto, corto… ¿Os llega? Quiero recordar todo esto tan bien como las grandes fiestas, las excursiones, las discusiones intensas, los encuentros y choques de culturas… Sé que lo echaré de menos.
Me voy, qué fresco hace ahora. Al contrario que los jugadores de baloncesto, que se están calentando más y más. No es por confirmar estereotipos, pero de verdad, los árabes… Ahora el balón ha llegado hasta nuestras sillas y casi morimos aplastamos. Creo que es una señal de los dioses. Abandono mi puesto y le doy al botón de «publicar».