El día siguiente había llegado el momento de la esperada expedición. Barajamos varios recorridos y nos decidimos por uno que cruzaba toda la lengua del glaciar y nos llevaría a uno de los picos que asomaban de vez en cuando entre el hielo. Nos pusimos en marcha, de nuevo con un sol radiante y la comida en nuestros termos (sin embargo, decidimos esta vez dejar la pasta para la cena) y después de una hora más o menos de marcha habíamos llegado a un lateral del glaciar. Esta vez habíamos andado más por tierra firme para evitar la zona más agrietada, por la que el avance es más lento, y ya estábamos en la zona central del glaciar. Queríamos aprovechar bien el día para llegar hasta donde nos lo habíamos propuesto (y regresar), así que no se trataba de encontrar el camino más emocionante ni el desafío más aventurero, sino de mantener el ritmo y concentrarse. En la parte central, cuando ya nos habíamos alejado de los bordes y parecía que nos encontrábamos en una infinita llanura helada (el sol había dejado paso a un cielo gris y a un poco de niebla que aportaba un toque misterioso y a ratos inquietante), el suelo era plano, sin montículos no hendiduras, sólo unas suaves “olas”, parecidas a diminutas dunas de hielo, daban relieve a la superficie, en la que se veían como una cenefa de medias lunas azuladas con un efecto ligeramente psicodélico.
Las dunas psicodélicas
El paisaje desde la parte central del gciar, más llana y cómoda para andar.
Cerca de los laterales, sí nos encontramos con un auténtico laberinto de gritas que se abrían a nuestros pies y entre las cuales a veces sólo había un camino de cinco centímetros de grosor por el que teníamos que pasar, y eso sin podernos agarrar a nada, ya que no había nada más arriba, y viendo a ambos lados el azul de las capas inferiores de hielo. ¡Un poco preocupante, a veces!
El laberinto de grietas del que salimos.
Llegamos efectivamente a la montaña, que se elevaba unos cien metros sobre el hielo y cuyas laderas estaban formadas por rocas sueltas con las que teníamos que tener bastante cuidado de no tirárnoslas los unos a los otros a la cabeza y matarnos. Cuando llegamos arriba, me sentí como la emperatriz de las montañas y fiordos noruegos: ¡más alto no se podía llegar! Bueno, claro que había picos más altos un poco más lejos, pero parecía que estábamos a la misma altura, que podía mirar a esos colosos de roca a los ojos como iguales, mientras a la vez me sentía increíblemente pequeña, como una minúscula bola de energía en la inmensidad del cosmos. Allí arriba decidí que en realidad el destino que me han hilado las Moiras en su rueca es el de una asceta que haría mejor en quedarse en esa montaña exactamente, construirse un refugio y alimentarse de osos polares, y que bajando de nuevo no sólo me pesaría el doble la mochila, sino que además desafiaba terriblemente a los apasionados dioses del Olimpo.
Desde la montaña a la que subimos, se podía echar un vistazo a la parte de arriba de los picos más altos, entre los cuales se veían, medio ocultos por la nieve, algunos lagos glaciares, como éste.
El mundo desde allí arriba.
Se me pasaron los pensamientos filosóficos cuando Rodrigo se quitó toda la ropa excepto los pantalones y las botas, no tanto de admiración como de sorpresa y preocupación por su salud, tanto física como mental. Pero luego entendí el gesto cuando sacó una bandera de Costa Rica de su mochila y se puso a sacarse fotos con distintos paisajes de fondo: ¡quizá era el primer tico en el glaciar de Flatbreen! Oliver y Gray, probablemente viendo puesta en duda la fuerza de sus respectivas testosteronas o la presencia de órganos reproductivos masculinos, se quitaron la camiseta también, y después Regine y yo decidimos unirnos, y lo hicimos sin testosteronas ni órganos reproductivos masculinos, demostrando de una vez por todas que Tomb Raider puede a Rambo, el tema de discusión durante la caminata.
Ya sé que nadie se hubiera fijado si no lo hubiera dicho, pero es que me mata: mi culo no se ha hinchado como una pompa de jabón desde que estoy aquí… ¡es el pantalón!
Empezó a nevar en copos cada vez más grandes y emprendimos el camino de regreso con preocupación. Por suerte, aunque nos angustió un poco, la nieve nos dejó llegar sanos y salvos a casa, donde nos refugiamos en nuestros sacos mientras el viento soplaba fuera y nos silbaba una canción de cuna un poco alternativa y no muy somnolienta.
La auténtica Flatbrehyttar
Al día siguiente ya nos tocó bajar de nuevo, después de recoger la cabaña y despedirnos de ella. Se me ha olvidado contaros que la caseta donde nos quedamos no es en realidad la original. Ésta se encuentra justo al lado y está hecha de piedra en vez de madera, porque todos los materiales que no se podían obtener del entorno los subió el alpinista que la construyó en muchos viajes a pie, por la misma ladera que a nosotros nos había costado sudor y lágrimas superar.
Con la nieve de la noche anterior, las montañas parecían un producto de repostería de nuestro German-Club.
La bajada nos costó mucho menos, pude disfrutar de las vistas, que cambiaban mucho por la increíble velocidad a la que bajábamos, y de la vegetación: un verde que ahora, en medio de nieve y hielo, echo un poco de menos. Llegamos al autobús exhaustos, emocionados, satisfechos, orgullosos y esperando con avidez llegar al campus, ducharnos media hora (lo compensamos con los cuatro días en los que exploramos nuestro lado más animal) y pasarnos cuatro días de vacaciones, té, películas y piscina en el campus. En realidad, Regine y yo nos lavamos todos los días en la charca, sin importarnos viento, nieve o hielo (fue genial, teníamos que romper la capa de hielo por las mañanas y por las noches), y hay pruebas de ello, pero han sido censuradas por el equipo de diseño e imagen de esta plataforma de publicaciones. ¡Lo siento!
Ha sido una experiencia inolvidable, una auténtica pasada. Ha sido genial salir por un tiempo de Flekke, ver algo de Noruega, mover los músculos hasta que duelen, pero con un dolor casi agradable, del que te confirma que has hecho algo, no leer ni escribir ni pensar más allá de cómo sacar pasta pegada en el fondo de un termo, estar rodeada de un paisaje maravilloso, sentirse tan aislada de una civilización a veces innecesaria y agobiante y tan unida a las rocas y al hielo, tener a mirar desde la cabaña por encima de fiordos y montañas, o ver extenderse hacia el infinito una pradera blanca que en el horizonte se funde con el cielo, hasta darte la impresión de estar en una enorme bola de cristal blanco, contar cuentos de terror con el viento aullando alrededor del refugio…
Y aquí finaliza el diario de la expedición al glaciar de Flatbreen, donde no nos defendimos de animales salvajes y hambrientos ni descubrimos ríos o lagos escondidos, ni pisamos territorio virgen por primera vez (por suerte, porque esta clase de eventos siempre me parece un poco triste), pero nos lo pasamos muy, muy bien.